Severo Ochoa sintió inclinación por la ciencia desde muy joven y, sobre todo, por la biología y la medicina. El futuro Nobel había nacido en la preciosa localidad asturiana de Luarca en 1905, tierra a la que siempre manifestó un afecto muy especial. Estudió en la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid, donde por poco tiene como maestro a otro Premio Nobel, el insigne Santiago Ramón y Cajal, que ya se había jubilado. Sin embargo, la figura del gran histólogo e investigador del tejido nervioso influyó profundamente en Ochoa. Fue, precisamente, su modelo a la hora de dedicarse en cuerpo y alma al descubrimiento de los secretos de la materia viva.
En sus tiempos de estudiante fue colaborador de otro de los grandes de la medicina española, Juan Negrín, y fruto de esa colaboración y de otras con diversos profesores fue un artículo de investigación que logró publicar en una revista internacional de prestigio cuando todavía era estudiante. En 1929 completó su doctorado y, de nuevo, fueron las lecturas de Cajal las que le impulsaron a seguir la vida de investigador científico. Al poco llegó para Severo Ochoa uno de los momentos más importantes de su vida, como él mismo confesó. Su matrimonio con la gijonesa Carmen Cobián fue, sin duda, algo vital en su carrera y su vida. Si el arte necesita de musas, en la ciencia no se va por detrás en cuestión de inspiración y, precisamente, Carmen trabajó duramente al lado de Severo Ochoa para proporcionarle la estabilidad, el apoyo y el amor con el que, sin duda, el gran bioquímico no hubiera llegado tan lejos. Severo Ochoa siempre recordó a su esposa en todas las ocasiones que podía hacerlo, porque deseaba expresar tanto su profundo amor mutuo como su gratitud infinita hacia ella, y siempre lo hacía de forma conmovedora.
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