Severo Ochoa es otro ejemplo eminente de asturiano cabal que conciliaba el universalismo con el localismo. Como escribe Teodoro López-Cuesta, una de las personas que más íntimamente le conoció y trató: “Don Severo amó profundamente a su Asturias, sobre todo en sus años finales, cuando las ilusiones de futuro se sustituyen por la ternura de los recuerdos. Don Severo sintió a su tierra al final de sus días de una manera especia, como puede quererse al hijo que no tuvo o a la mujer en la que sublimó el amor”. Sus veranos en La Granda le permitían el reencuentro con su tierra natal, de la que habia permanecido demasiados años ausente, cosa que él mismo reconocia, melancólicamente. En la Granda vivía en paz y sosiego, haciendo la vida cotidiana de los demás asistentes a los cursos, charlando de asuntos varios con Juan Velarde o Teodoro López-Cuesta, e incluso atendiendo a las inquisiciones dietéticas de Manolo Galé.
Durante una época le gustaba salir conduciendo su automóvil Mercedes por caminos desviados y caleyas, y regresaba asombrándose ingenuamente de su popularidad, porque los automovilistas que se cruzaban con él le tocaban el claxon. Le tocaban el claxon porque Ochoa no era un buen conductor, pero él interpretaba aquellas recriminaciones acústicas como saludo de los lugareños al sabio. Luego, dejó de conducir, dejaba que le condujera su bastón.
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